Alejandro Robles: Un encuentro con Eliseo Diego
Conocí a Eliseo Diego en su casa de la calle E Nº 503 en el Vedado, una tarde de octubre de 1990. Algunos escritores amigos míos habían tenido la suerte de coincidir con él en talleres literarios, conferencias, homenajes o lecturas. Siempre lamentaba no haber estado presente en esas ocasiones. Había leído y releído muchas veces su poesía y, aunque él prefería que lo viesen como poeta, me fascinaban sus relatos breves.
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Eliseo Diego falleció en la Ciudad de México en 1994. La noticia me sobrecogió, y recordé uno de sus poemas más hermosos: «La eternidad por fin comienza un lunes/ Y el día siguiente apenas tiene nombre». La poesía siempre logra tocar lo impalpable. El poeta tuvo razón: murió el primero de marzo de 1994, ese día era martes, la eternidad había comenzado el día anterior, un lunes, solo para recibirlo, y el día siguiente apenas tenía nombre, porque ya era el día innombrable de su muerte.
En noviembre de 1994 recibí el Premio de Cuento de La Gaceta de Cuba de la UNEAC y por ese motivo viajé a México, a la ciudad de Guadalajara. Semanas más tarde me fui al D.F., donde residí por más de una década. Allí conocí y me hice amigo de Eliseo Alberto, Lichi, que además de escritor era el hijo de Eliseo Diego. Algunas noches nos reuníamos en una casa en el Desierto de los Leones en la que por entonces vivía, y que apodaban «La Casa del Árbol», porque tenía un inmenso árbol labrado en el portón de madera de la entrada. Años más tarde cuando se mudó a un departamento en la Colonia del Valle, también nos reuníamos allí, y en algunas ocasiones en el mío en la Colonia Roma.
Escuchábamos música, fumábamos y hablábamos de literatura. Lichi tenía mucho sentido del humor y contaba siempre anécdotas que me hacían reír, pero aprovechaba también aquellos encuentros para leerme alguna página suya. Se sabe que Bella García Marruz, madre de Lichi y esposa de Eliseo Diego, lloraba de emoción cuando le leían algún poema que le gustaba. De hecho, Eliseo y sus amigos poetas vigilaban sus lágrimas, las usaban como «prueba de calidad». Si el «lacrimómetro» no funcionaba, el poema podía ser desechado.
Todo parece indicar que Lichi había heredado esa incontinencia lacrimal de las profundidades genéticas de su lado materno. Por lo general, a la hora de leer, elegía los pasajes más emotivos de sus novelas en progreso. Lo increíble era que, cuando leía sus textos, lloraba o se le quebraba la voz y sus lacrimógenas lecturas se convertían en una suerte de ópera. Si aquello era una «prueba de calidad», él los aprobaba con sus propias lágrimas.
Una de esas noches le conté cómo había conocido a su padre y, con los ojos llorosos, me dijo: «Tienes que escribir esa historia o si no tendré que hacerlo yo». Aquella sentencia de Lichi me hizo recordar que Eliseo Diego solía referir que varios años después de haber terminado En la Calzada de Jesús del Monte, no se decidía a publicarlo y que Lezama Lima, con aquella entonación especial que tenía, le dijo: «Si usted no acaba de publicar ese libro, lo publicaré yo bajo mi nombre». Al recibir semejante elogio, decidió entregarlo a la imprenta.
Esta es la historia que le conté a Lichi aquella noche entre tragos de ron y cigarros. Yo iba con muchísima frecuencia a la Biblioteca Nacional José Martí; allí, en una de sus salas de lectura, conocí a Sofía. Siempre que nos sentábamos a conversar yo elogiaba su belleza y hacía alguna que otra insinuación amorosa, pero solo recibía a cambio una tímida sonrisa, jamás el alborozo de la voluptuosidad o del regodeo erótico. En suma, trataba de seducirla pero sin éxito.
Una de las muchas tardes que coincidimos en la sala de lectura, salimos juntos de la Biblioteca. Caminamos en dirección a la calle G, nos desviamos y pasamos frente a la Facultad de Artes y Letras donde ella había estudiado y acababa de graduarse hacía un par de años. Después del largo ascenso por la pendiente de la calle Ronda, llegamos por fin a L. En el trayecto, Sofía me contó que había hecho su tesis sobre la poesía de Eliseo Diego; había tratado de entrevistarlo para precisar algunos detalles sobre su vida, pero cuando todo indicaba que iba a conocerlo por fin, ella cayó enferma. Cuando se recuperó ya era demasiado tarde y debía apresurarse para entregar la tesis. La posibilidad de conocerlo se había esfumado. Solo conocía a Eliseo Diego a través de las malas fotografías que aparecían en la prensa o en la contraportada de sus libros.
Le dije que compartía con ella esa desdicha. Mencioné que en uno de sus cuentos había un pequeño duende barbado que aparecía mágicamente en un jardín y que de la misma forma desaparecía: Eliseo Diego era como ese duende. Sofía añadió que su poesía también era mágica, la poesía de los interiores del hogar y de la infancia prodigiosa, nacida del asombro que despierta lo cotidiano, una poesía nacida del asombro de ser y del asombro de dejar de ser.
Justo en ese instante, como si hubiese evocado al duende de su relato, Eliseo Diego apareció ante nosotros. Caminaba con suma lentitud por L. Parecía reflexionar mientras caminaba (es decir, escribir mentalmente mientras paseaba). Le propuse a Sofía que no lo abordáramos, sino que lo siguiéramos en silencio y a obligada distancia. Eso hicimos. Recorrió la calle y giró hacia la izquierda en la avenida 23. Llegó a la parada de autobús que está frente a la heladería Coppelia y se detuvo ante una inmensa mesa de madera repleta de libros viejos.
De pronto, vimos alarmados cómo el vendedor se ponía de pie y gesticulaba con violencia y escuchamos sus gritos a distancia. El poeta retrocedió. Sofía y yo avanzamos con rapidez. Le pregunté al vendedor si sabía quién era ese hombre al que había maltratado, me gritó que no aleteando en el aire. Sentí el vaho de su fuerte aliento etílico. Le dije que era uno de los más grandes poetas de Cuba. El vendedor se tambaleaba y hablaba con dificultad, con la lengua viscosa. Me respondió que no le importaba y que tenía que pagarle lo que él pedía por el libro.
Me viré buscando a Eliseo Diego, pero una vez más, como el duende de su relato había desaparecido. Le pregunté entonces cuál era el libro por el que se había interesado. Señaló una vieja edición inglesa de las Mother Goose Rhymes, canciones y fábulas infantiles en inglés. No recuerdo cuánto costaba, pero sí que era mucho. Tomé el libro en mis manos, estaba destartalado, el lomo estaba separado de las páginas y algunas estaban a punto de desprenderse. Le comenté que el libro era demasiado caro para las condiciones en las que se encontraba, pero se puso agresivo otra vez. Le dije entonces que se tranquilizara y que yo lo compraría. Como no tenía suficiente dinero, le di algo para que separara el libro y le aseguré que regresaría al día siguiente a pagarle el resto.
Cuando llegué a casa, le conté a mi madre (una historiadora bastante reconocida y, además, una gran admiradora de Eliseo) todo lo sucedido. Abrió los ojos impresionada por el precio del libro, pero me dio el dinero que faltaba para comprarlo. Al día siguiente, después de pagarle al librero por su destartalado volumen, me reuní con Sofía en la Biblioteca Nacional. Lamentaba haber visto al poeta en circunstancias tan desafortunadas, pero podíamos enmendarlas. El azar nos había dado a ambos una oportunidad: qué mejor manera de conocer a Eliseo Diego que obsequiarle un libro, un libro que además deseaba.
Sofía examinó con detenimiento el volumen y comentó que no podíamos dárselo en esas condiciones. Se lo llevó a su casa para restaurarlo. Una semana más tarde, después de coser, recortar, pegar y pintar, cuando el pegamento, la pintura y los ocultos parches de tela habían secado por completo, volvimos a vernos en la sala de lectura. Me quedé atónito al contemplar su trabajo de restauración: el libro parecía nuevo.
Cuando toqué a la puerta del número 503 de la calle E tenía taquicardia. Su esposa Bella fue quien nos abrió la puerta y nos hizo pasar con enorme afabilidad. Eliseo Diego nos recibió en su estudio, sentado a su mesa de trabajo. Pulcramente peinado, con su barba bien cortada y la pipa en la boca. Había algo en su rostro que recordaba por momentos a Antón Chéjov o a Joseph Conrad. Su mesa de trabajo estaba repleta de papeles y libros abiertos. Advertí que tenía dos grandes jarras de porcelana llenas de lápices, plumas y pipas. Al ver los lápices y las plumas junto a las pipas sentí que las palabras que escribía el poeta eran tan leves como el humo que anidaba un instante en sus pulmones para después disolverse en el aire.
Sofía y yo estábamos muy nerviosos, casi temblábamos. Pero nuestro nerviosismo era comprensible. Nos acercamos a los poetas a través de sus versos, nos acercamos a ellos por escrito. ¿Es acaso frecuente que recorramos su poesía y que al dar vuelta a la página estemos de pronto frente a ellos? A pesar de nuestro temblor inicial, a los pocos minutos estábamos rendidos ante su ternura.
Cuando le explicamos porqué estábamos allí, su rostro se iluminó con una enorme sonrisa. Nos comentó entonces que ese día no tenía suficiente dinero consigo, le insinuó al vendedor que el precio le parecía excesivo, pues el libro estaba en muy mal estado y eso lo había encolerizado. Tuvo el pudor de no mencionar que el vendedor estaba borracho. Después nos dijo que con aquel viejo volumen lo habíamos devuelto a una parcela feliz de su infancia, pues eran precisamente aquellas rimas infantiles las que su madre le leía cuando era pequeño. «Mas tarde me leyó a Dickens empezando por The Pickwick Papers, pero antes me leyó Mother Goose Rhymes.» Confesó que no sabía cómo ni cuándo se le había extraviado su ejemplar, pero que lo echaba mucho de menos.
Poeta al fin, vivía arrobado ante el encanto femenino. Alababa sin cesar la belleza y el candor de Sofía. Con la finura de un encaje blanco y la dulzura de una nube de merengue, el poeta coqueteaba con ella con la pureza de un niño. No cesaba de repetirme: «Alejandro, tienes que casarte con esta joven, es una diosa, el oro de su cabello y el verde esmeralda de sus ojos». Y al poco rato: «No la dejes escapar, cásate con ella». Sofía se sonrojaba ante sus elogios, pero ni ella ni yo nos atrevimos a decirle que no éramos novios. Cómo íbamos a contradecir al poeta. Era cierto, había algo en ella que recordaba a Simonetta Vespucci, la modelo que había usado Botticelli para pintar a la diosa del amor en El nacimiento de Venus. De hecho, gracias a ese parecido con ella, se había ganado el sobrenombre de Sofía Vespucci.
Acabábamos de conocernos y el poeta ya estaba haciéndonos confidencias, tristes confidencias. Nos confesó que hacía unos meses había pasado por una depresión terrible, era como si hubiese caído en un pozo negro que se tragaba el tiempo. Todo fue tan oscuro en esos meses que ni siquiera había podido escribir, porque las palabras que salían de ese pozo eran negras también. Nos contó que cuando era joven leía con tal intensidad que apenas descansaba. El agotamiento llegó a ser tal que un día se quedó dormido con el libro abierto sobre el pecho, durmió mucho, quizás todo el día. Al despertar el cielo tenía los tintes del crepúsculo. Se sintió desorientado, perdido en el tiempo, no sabía si iba a amanecer o a anochecer, porque hay, en los intensos colores del crepúsculo, una indeterminación, el color del cielo antes del amanecer es el mismo que antes de que sobrevenga la noche. Nos dijo que, en esos meses de profunda depresión, contemplaba los colores del alba y, aunque estuviese amaneciendo, para él siempre era de noche.
Después dejó su mesa de trabajo y se sentó junto a nosotros, habló de poesía, del grupo Orígenes y de Lezama Lima. «A Lezama —nos confesó sonriendo— le gustaba mucho el verso final de un poema mío que se titula ‘Nostalgia de por la tarde’, ese verso que dice: ‘Porque quién vio jamás las cosas que yo amo’. Con esa gravedad que lo caracterizaba, Lezama se excedió al decir que ese verso es el mejor de la poesía cubana del siglo XX.»
Nos dijo que para él «la poesía no era abrir las puertas de par en par y entrar en la habitación, sino entreabrirla y acercarse sigiloso, con la cautela de un gato, asomarse por la hendija en silencio y atisbar, asombrado, el misterio del universo, o al menos un atisbo, un tintineo de la realidad».
Entonces ocurrió el milagro: nos leyó poemas de algunos de sus libros y también poemas inéditos. Volvió a encender su pipa, las volutas ascendían y escapaban por la enrejada ventana de su estudio. En algún momento declaró riendo que él imaginaba que en el hornillo de su pipa vivía un diablito travieso que hacía saltar las chispas para quemarle la camisa y llenársela de agujeritos.
Yo traía algunos papeles en los que tenía varios cuentos breves. Me preguntó si los había traído para que él los leyera. El nerviosismo me hizo asentir, porque decirle que no me parecía descortés, pero no era cierto, eran cuentos brevísimos que había pasado a máquina para revisarlos, y eso hacía en la Biblioteca Nacional cuando me encontré con Sofía. Me pidió que se los dejara y que fuese a recogerlos al día siguiente. En mis textos abundaban los laberintos y las criaturas fantásticas. Recuerdo que para decirme que algunos de mis cuentos le parecían borgianos y hacerlo de una forma muy sutil, me comentó que Borges sabía mucho de esos temas. Pero le gustó un cuento mío, y aunque era desalentador que solo fuese uno, eso me hizo inmensamente feliz. «Me ha gustado mucho —me dijo— ese cuento breve que se titula ‘Tatuaje’.» Entonces lo leyó en voz alta:
«Se tatuó un boomerang en la espalda y saltó por la ventana».
Después soltó una carcajada. «Ese cuento es como una flecha acerada —añadió con voz serena—, es cruel, pero me gusta ese suicidio involuntario, inocente, a fin de cuentas.»
La tarde en la que fuimos a entregarle Mother Goose Rhymes leyó poesía hasta que ya era de noche. Antes de despedirnos y recordando el desagradable incidente de la parada de autobuses, sentenció: «No se preocupen, a veces los poetas tienen que ser humillados para escribir un poema».
Ignoro si alguna vez lo escribió, quizás alguno de sus poemas posteriores lleva en su semilla el dolor de ese injusto maltrato. Después nos regaló a cada uno un ejemplar de su publicación más reciente: Libro de quizás y quién sabe. En mi dedicatoria fue agradecido y afectuoso, en la de Sofía no hacía más que alabar su belleza.
Acompañé a Sofía hasta su casa. Vivía solo a unas cuadras, hicimos todo el camino en silencio, hechizados. No podíamos contaminar con nuestras palabras las palabras que acabábamos de escuchar. En su casa no había nadie, su madre trabajaba de noche. Entramos. Apenas franqueamos el umbral, Sofía comenzó a besarme. Me tomó de la mano y me llevó a su cuarto. Al día siguiente cuando nos encontramos en la Biblioteca Nacional, yo intenté saludarla besándole los labios, pero me eludió con suavidad y me dijo que tenía novio. «Anoche yo estaba levitando», confesó. Entonces lo comprendí: Eliseo Diego, la poesía de Eliseo Diego, era la que nos había hecho novios aquella noche. Sonreí. Me parecía justo: el poeta había coqueteado con ella dulcemente a través de mí; yo la había amado gracias a él.
Fuente: Alejandro Robles
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